San Cleofás

El sepulcro del Señor está vacío y unos ángeles reprochan a las santas mujeres que querían ungir su cuerpo: "¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?". Ha resucitado, anuncian, pero Pedro y los demás apóstoles no se atreven a creer una cosa así.
Aquel mismo día dos discípulos van a Emaús, a unas dos leguas - como diez kilómetros - de Jerusalén, y por el camino «conversaban entre sí sobre todo lo que había pasado». Uno de ellos, nos dice san Lucas, se llamaba Cleofás.
Se les une otro viajero al que no conocen «porque sus ojos estaban ofuscados», y cuando se interesa por lo que hablan Cleofás se maravilla hasta casi increpar al caminante: «¿Eres tú el único en Jerusalén que no sabe lo que ha sucedido?». Y le resumen los hechos tan increíbles y turbadores.
Él exclama: «¡Oh insensatos y tardos de corazón», y les recuerda que todo estaba previsto en los profetas. «Se acercaban a la aldea adonde iban y Él fingió seguir adelante. Le rogaron con insistencia: Quédate con nosotros porque es tarde y el día ya declina». Se sentó a la mesa con ambos, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio, y entonces le reconocieron.
Cleofás y su compañero no saben ver más que lo que ven, achaque muy común, ni siquiera reconocen a Jesús cuando les habla (eso sí, de incógnito, que es lo usual), pero tienen un impulso magnífico: «Quédate con nosotros». Y esto tan simple parece bastar.
Uno piensa a menudo que todo está perdido, que no entiende nada, que es tarde y el día ya declina, y entonces sólo se le ocurre esta humilde petición sabiendo que será escuchada: Quédate con nosotros.