San Alfonso María de Ligorio

El siglo XVIII, refinado y escéptico, oyó cómo se elevaba en su seno la voz de varios santos que predicaban, al igual que San Pablo, a «Jesucristo, pero a Jesucristo crucificado».

Perteneció a una familia noble napolitana. A los siete años ya lo ponen a estudiar las letras clásicas. A los doce se matricula en la universidad y a los dieciséis ya es investido con la toga de doctor en ambos Derechos. A la vez que estos estudios tan serios, se entrega también a otros más livianos y pasajeros: Estudia las lenguas modernas, esgrima, arte, música y pintura que después le servirá todo esto para su apostolado.

Su padre había colocado sus ojos en él esperando que fuera un alto mando militar pero viendo las inclinaciones de su hijo se contentó y dijo: "Está visto; más que para las armas, el muchacho vale para las letras. Le haremos abogado".

Durante ocho años se entregó en su bufete de abogado a defender pleitos. Los ganó todos menos uno, el del Duque de Orsini y aun fue por injusticias y mentiras. De él quedó tan hondamente impresionado que dijo: "Mundo falaz, hoy te he conocido; en adelante nada serás para mí". Y a un amigo le añadía: "Colega mío, nuestra vida es muy desgraciada y corremos el peligro de perder nuestra alma para toda la eternidad. Veo que ésta no es mi carrera. Voy a abandonarla y trataré ir por otros caminos".

Se preparó lo mejor posible y se ordenó sacerdote en el año 1726. Aquel mismo día hizo este propósito: "La Iglesia me honra concediéndome este don, yo procuraré honrar a la Iglesia trabajando incansablemente por ella, con mi pureza, con mi santidad". Y cumplió fielmente la promesa.

Se entregó a recorrer toda Italia predicando Misiones populares y escribiendo preciosos tratados sobre todos los temas que sabía interesaban al pueblo fiel: Moral, Catecismos, Sermones, Visitas al Santísimo, Tratados sobre la Virgen María. Las Glorias de María será su obra inmortal juntamente con sus tratados de Teología Moral en la que hasta ahora goza de una gran autoridad.

El año 1732 funda la Congregación de los Redentoristas para que sigan su obra.

Más aún que al celo del misionero, los contemporáneos de Alfonso fueron sensibles a su doctrina de moralista, que liberó a las almas de la estrechez calvinista, así corno a sus estudios de teólogo que predicó sin desfallecer la omnipotencia de la oración y de la confianza en María: «Por medio precisamente de la oración, los santos no sólo lograron su salvación, sino que alcanzaron la misma santidad». También afirmaba: «Dios quiere que se le pida, quiere ser vencido por una cierta importunidad».

A sus 66 años el Papa Clemente XIII le obliga a aceptar ser obispo de Santa Agueda de los Godos. Es un padre y un Pastor maravilloso.

Posee una rara cualidad en la paciencia con que, tras un episcopado de trece años (1762-1775), aceptó el ser expulsado de su propia familia religiosa y rechazado por sus hijos.

Igual que San Francisco de Sales señaló la diferencia entre tener veneno y estar envenenado, hay una diferencia entre ser un mojigato y ejercer la prudencia. Ser un mojigato no te hará ganar puntos (ni siquiera entre los santos). El problema con los mojigatos es que a menudo se ofenden por cosas relativamente insignificantes. Más aún, como están ofendidos, desean que todos los demás también lo estén. Ejercitar la prudencia, en cambio, significa aplicar la previsión y el buen juicio.

San Alfonso María de Ligorio, era prudente, pero no mojigato. Como le gustaba la música que tocaban en los teatros de su Nápoles natal, anhelaba asistir a las representaciones. junto con la música, sin embargo, los teatros a menudo proporcionaban «cuadros licenciosos». Obviamente, esto representaba un problema, pero San Alfonso era un maestro de la prudencia. Compró una entrada para la última fila del teatro y luego, cuando se alzó el telón, se quitó las gafas. Sabiendo todo el mundo que era extremadamente corto de vista, estuvo en condiciones de apreciar la música sin escandalizar a quienes pudieran verlo.

Nosotros también hemos de tener cuidado en no escandalizar. Como San Alfonso, podemos disfrutar de ciertas actividades inocuas que los mojigatos de la vida encontrarían ofensivas. Aunque no tenemos por qué dejar de hacer las cosas de las que disfrutamos mientras no sean moralmente dañinas, hemos de acordarnos de ejercitar la prudencia mientras las hacemos.

No pierde un instante por formar a los demás y por santificarse él. El Padre bueno le llama a sus 91 años. Era el 1 de agosto de 1787.

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