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miércoles, 11 de diciembre de 2019 |
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20 Tiempo ordinario – C (Lc 12,49-53) |
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SIN FUEGO
NO ES POSIBLE
En un estilo claramente profético, Jesús resume su vida entera con unas palabras insólitas: «Yo he venido a prender fuego en el mundo, y ¡ojalá estuviera ya ardiendo!». ¿De que está hablando Jesús? El carácter enigmático de su lenguaje conduce a los exégetas a buscar la respuesta en diferentes direcciones. En cualquier caso, la imagen del «fuego» nos está invitando a acercarnos a su misterio de manera más ardiente y apasionada.
El fuego que arde en su interior es la pasión por Dios y la compasión por los que sufren. Jamás podrá ser desvelado ese amor insondable que anima su vida entera. Su misterio no quedará nunca encerrado en fórmulas dogmáticas ni en libros de sabios. Nadie escribirá un libro definitivo sobre él. Jesús atrae y quema, turba y purifica. Nadie podrá seguirlo con el corazón apagado o con piedad aburrida.
Su palabra hace arder los corazones. Se ofrece amistosamente a los más excluidos, despierta la esperanza en las prostitutas y la confianza en los pecadores más despreciados, lucha contra todo lo que hace daño al ser humano. Combate los formalismos religiosos, los rigorismos inhumanos y las interpretaciones estrechas de la ley. Nada ni nadie puede encadenar su libertad para hacer el bien. Nunca podremos seguirlo viviendo en la rutina religiosa o el convencionalismo de «lo correcto».
Jesús enciende los conflictos, no los apaga. No ha venido a traer falsa tranquilidad, sino tensiones, enfrentamiento y divisiones. En realidad, introduce el conflicto en nuestro propio corazón. No podemos defendernos de su llamada tras el escudo de ritos religiosos o prácticas sociales. Ninguna religión nos protegerá de su mirada. Ningún agnosticismo nos librará de su desafío. Jesús nos está llamando a vivir en verdad y a amar sin egoísmos.
Su fuego no ha quedado apagado al sumergirse en las aguas profundas de la muerte. Resucitado a una vida nueva, su Espíritu sigue ardiendo a lo largo de la historia. Los discípulos de Emaús lo sienten arder en sus corazones cuando escuchan sus palabras mientras camina junto a ellos.
¿Dónde es posible sentir hoy ese fuego de Jesús? ¿Dónde podemos experimentar la fuerza de su libertad creadora? ¿Cuándo arden nuestros corazones al acoger su Evangelio? ¿Dónde se vive de manera apasionada siguiendo sus pasos? Aunque la fe cristiana parece extinguirse hoy entre nosotros, el fuego traído por Jesús al mundo sigue ardiendo bajo las cenizas. No podemos dejar que se apague. Sin fuego en el corazón no es posible seguir a Jesús.
José Antonio Pagola |
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Santa Elena |
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La fama espiritual de Santa Elena reside en el hecho de que se cree que descubrió la cruz de Jesús, pero podría ser la patrona de las primeras mujeres de las que se divorciaron sus esposos para casarse con mujeres más atractivas.
Nació Elena en una pobre casita de Deprano, en Nicomedia. Su juventud ciertamente que no fue entre flores y agasajos, ya que se veía obligada a limpiar la casa y a hacer la comida para sus padres y hermanos.
Elena era pagana, como paganos eran sus padres, pero adornaban su alma un cúmulo de virtudes que la predisponían a recibir cuando llegase la hora la gracia del Evangelio. Ella veía con ojos horripilantes aquellas persecuciones tan sangrientas contra los cristianos solamente por no pertenecer a la religión romana. Eran buenos, sencillos, trabajadores, honrados, no se metían con nadie.
Cuando ya tenía unos veinte años se casó con el general Constancio Cloro, que era de familia noble y muy querido del Emperador Maximino. Fruto de aquel matrimonio nacía el 27 de febrero del 274 en Naissus--Dardania--, el futuro y gran general y Emperador Constantino. Todo iba bien hasta que el 1 de marzo de 293 hubo un gran cambio en la vida de Elena: Diocleciano y Maximino nombran como Césares de sus respectivos reinos a Galerio y a Constancio. A éste le obligan que para ello debe repudiar a Elena y casarse con la hijastra de Maximino. Como el poder y la arrogancia no tienen límites, esto hace Constancio. La pobre Elena queda sin amparo ya que hasta su mismo hijo, lo que más amaba en su vida, se lo lleva su padre para que le siga en las correrías militares.
La vida de Elena durante este tiempo es de meditación, de vida ejemplar y de obras de caridad aunque todavía no conoce la religión de Cristo.
El 25 de julio del 306 muere Constancio Cloro. Le acompaña su hijo Constantino. Eusebio de Cesarea cuenta el milagroso evento: Durante la batalla de Saxa Rubra, al atardecer, vio Constantino como una especie de "Lábaro", en el que había pintada una cruz de la que salían rayos de luz y un letrero que decía: "Con esta señal vencerás". Este portento lo vio todo el ejército junto con su general. Por la noche en sueños se le aparece a Constantino el mismo prodigio. Manda hacer este estandarte como se le había indicado. Da comienzo la batalla. Va a la cabeza el lábaro milagroso y... la victoria del 28 de octubre del 312 fue un hecho. Sobre el puente Milvio queda derrotado Majencio y entra como único emperador de Roma Constantino.
Santa Elena quizá cuando esto sucede ya era cristiana. Ella fue asimilando poco a poco las sublimidades de la fe cristiana y se abrazó de lleno a ellas y por ellas luchó con denuedo toda su vida. Su hijo, a quien se debe el célebre Edicto de Milán del 313, por el que se permitía la religión cristiana, parece que sólo recibió el bautismo a la hora de la muerte.
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